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Relatos de Aster Navas

Monday, January 30, 2006

Náufragos

Todavía a finales de Octubre podías tropezarte con algún vecino. Eran normalmente matrimonios de jubilados que se resistían a volver a su domicilio habitual, confiando en que el verano se prolongara interminablemente. Aguantaban en bermudas los primeros desplantes del tiempo hasta que la lluvia y el viento les traía la certeza del otoño y el mar tomaba un premonitorio color ceniza. El resto de veraneantes habían abandonado la localidad muchos días antes, coincidiendo con el comienzo del curso escolar. Ya entonces ganaba las calles y playas una calma que se creía irrecuperable. Abandonadas por la chiquillería y el trasiego de vehículos, el silencio las reclamaba entonces súbitamente y resultaba extraño caminar por ellas escuchando tus propios pasos, notando los primeros y tímidos besos del frío en las mejillas.Para Noviembre la Avenida de Rís amanecía alfombrada por las ocres hojas de los plátanos, vacía y desolada como si una bomba de neutrones hubiera borrado cualquier vestigio de vida inteligente.
La arena iba ganando para entonces metros al asfalto, reconquistaba las terrazas de las cafeterías, reclamaba los balcones de los hoteles, avanzaba impunemente por las aceras, jaleada por el viento y la niebla.
Cierto es que de vez en cuando el invierno inminente concedía una tregua y un inesperado viento sur traía de nuevo cielos rasos y una luz olvidada.
Sara aprovechaba entonces para dar largos paseos por la playa. Recorría la orilla imprecada por las gaviotas, que no esperaban ya ningún intruso. Hasta hacía unos meses habían disputado aquel universo cambiante a una turbamulta de ridículos turistas a los que ya no recordaban. Quedaba de ellos algún fosforescente bote de bronceador que se negaba testarudo a ingerir el océano, alguna traslúcida botella de agua mineral con la que continuaba jugando el arrecife, la suela de una sandalia cubierta y descubierta por las dunas.
Era sin duda un placer recorrer aquella superficie lunar, alcanzar después el corte brusco de un acantilado, para contemplar, como espectador único y privilegiado el combate entre la espuma y el firme dorado, creciente y menguante como la luna.Aún no se había arrepentido. A fin de cuentas si necesitaba cualquier cosa podía siempre acercarse al centro del pueblo, una plaza portalada vigilada por el ayuntamiento. Allí continuaban abiertos un par de bares, un discreto supermercado, la farmacia y el centro de salud.
Según se descendía hacia la playa, sin embargo, mayor era el número de persianas cerradas, de urbanizaciones completamente vacías, como si sus inquilinos hubieran huido de una epidemia incontrolable, de un huracán con nombre de mujer.Aquel territorio de nadie parecía sujeto a un férreo toque de queda. A veces Sara imaginaba que los propietarios continuaban dentro de los bloques, agazapados en sus viviendas, seguros ya de la catástrofe inminente, del tifón que acariciaba ya sus puertas y del que aquellas primeras rachas de viento, aquel oleaje arbolado, eran síntomas incontestables.Había sido un acierto refugiarse allí, romper definitivamente con Germán aquella relación patológica y tomarse unos meses para organizar la vida como si fuera una estantería, necesitada de orden y concierto.La ubicación del adosado resultaba además relajante e invitaba a la reflexión. El salón se asomaba sobre la cala del Joyel y cada noche se dormía con el cíclico y conciliador movimiento del agua. El alquiler –también poseía encantos menos espirituales- fijado con la inmobiliaria, era, por otra parte, bajísimo.
Al principio disfrutó mucho de aquella vida de estilita, pero poco a poco, saberse sola en aquella urbanización terminó por inquietarla. Los ruidos domésticos -descorchar una botella, el goteo obsesivo de un grifo del baño, el sordo roce de la hoja del periódico entre los dedos- lejos de atenuar tanto silencio parecían agudizarlo.Por las noches, ya en la cama, el más leve rumor le hacía clavar la vista en el techo de escayola, aguzar el oído tratando de descubrir el origen de aquel imperceptible traqueteo, de ese tintineo metálico ya casi inaudible.
Fue, además, una temporada de mareas vivas y el arenal desaparecía para transformarse en un espejo. Tras la bajamar, infinidad de algas se apropiaban de la costa. Le angustiaba su aspecto verduzco y orgánico, una suerte de vómito que convertía la playa en un lugar impracticable y cuyo hedor –pasados algunos días- resultaba insoportable.
La naturaleza, en definitiva, le hacía sentirse como una intrusa, una forastera a la que tarde o temprano acabaría expulsando de su reino de salitre. Asediada, cercada, vigilada, hubiera jurado que le bastaba asomarse a la terraza para que el fragor del oleaje se volviera atronador y amenazante.
Cada día –al principio de una forma inconsciente, luego más deliberada- se demoraba más en el pueblo. Recorría parsimoniosamente los cuatro pasillos del supermercado o se detenía en los escasos escaparates de la zona porticada. Temerosa de iniciar el regreso, pedía otro cortado, encendía un último cigarrillo -el quinto, el último- que prolongaría al menos unos minutos la charla con el camarero, que la permitiría seguir allí, aferrada a ese paraíso bullicioso y humano que tanto echaba de menos, la inesperada música de la máquina tragaperras, los monosílabos de una partida de mus.Tomaba después resignada el coche y se acercaba lenta y atónita hasta la casa.La tormenta de aquella tarde la hizo por fin decidirse. Mientras la galerna peleaba por llevarse el tejado y arrancar las persianas, comprendió que había perdido la batalla. Se sorprendió llorando, gimoteando como una niña perdida en la playa, presa del pánico entre el gentío de un parque de atracciones.
El estrépito del agua le impidió oír los primeros timbrazos. Estudió por la mirilla al hombre, ansioso bajo la cortina de agua, empapado y exhausto como un náufrago, con el gesto inconfundible de quien huye del infierno.
Abrió la puerta, sintiéndose más socorrida que salvadora. Tuvo ganas de abrazarse a aquel tipo enorme y musculoso, aterido y mudo, llorar sobre su hombro inmenso.
Apenas había articulado un par de palabras en una lengua ininteligible, pero su voz le sonó grave y modulada, reconfortante y tranquilizadora en medio de esa noche de perros. Lo entrevió desde la cocina, mientras le preparaba un café caliente –sin la camisa y con el pelo alborotado por la toalla, respirando todavía agitadamente- y se sintió a salvo. Se asustó segundos después –el pantalón húmedo ciñéndole la cintura, esculpiéndole minuciosamente los glúteos- de desearlo. Creyó no ser la mujer que le besaba ahora apasionadamente en el espejo.
Tenía el rostro anguloso y los ojos rasgados. Se parecía mucho -también tenía una aparatosa cicatriz en el cuello- al individuo que ahora describían por la radio, un preso muy peligroso fugado esa misma mañana del cercano penal de El Dueso.

Tonterías, pensó, moviendo disimuladamente el dial mientras le dejaba conquistar su ombligo.Sólo lo dejó marchar cuando llegó la primavera.

Inesperadamente.

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