Mide tus palabras

Relatos de Aster Navas

Monday, January 30, 2006

Cortometraje

La cámara hace un picado sobre el comedor: hay pocos clientes, lo que hace más nítido el sonido de vajilla, el tintineo de las copas y la conversación de una de las pocas parejas sobre la que se centra la imagen: él sufre una alopecia incipiente, ella tiene una media melena color caoba.
Sus palabras –las de él- se superponen a la música, un blues de Dizzy Gillespie. El diálogo es intrascendente: ella ha comentado algo de Gran Hermano VIP y en él – el visor nos acerca a ambos en un plano medio- adivinamos un gesto de condescendencia. Va vestido elegantemente y no se ha desembarazado de la americana que combina perfectamente con la camisa y la corbata color salmón. Ella se ha vestido para la ocasión pero se la nota desplazada y fuera de lugar, muy lejos de la naturalidad que aparenta el hombre.
Ahora se instala entre ellos un silencio incómodo que el objetivo aprovecha para dar un plano de detalle: las manos de él manejan los cubiertos con un virtuosismo hipnótico que también atrapa a la mujer, deslumbrada por la habilidad y el estilo con que su acompañante disecciona una lubina.
La toma de la mujer se centra en sus ojos. Ligeramente rasgados, los ensombrece el reproche y la insatisfacción. Un inesperado flash-back nos muestra su inventario emocional: un segundo traumático de alguna relación tempestuosa, ella contemplando la lluvia desde un mirador de madera en que su silueta se acaba difuminando...
Ese es posiblemente su primer hombre después de mucho tiempo y lo contempla con esos ojos –mitad deseo, mitad recelo- que ahora llenan la pantalla y en los que se reflejan también, como un chispazo, el acero del tenedor y del cuchillo con los que el tipo da cuenta de una naranja mientras se atreve con un chiste que –por su expresión- ella no ha acabado de entender. Poco sabe de el individuo que a esas alturas la tiene impresionada: tiene buen gusto y se dedica –eso al menos le dijo hace un par de meses, cuando el destino acertó a cruzarlos en algún punto- a la venta de artículos de segunda mano. Interesante, educado, inteligente, pendiente de su salud –gracias a su insistencia se hizo ella por fin aquel chequeo que había ido postergando- cosmopolita, sensible... Nada que ver con Mariano. Mejor, si les parece, no hablamos de Mariano. Mariano...
De cualquier forma –acaso por no romper el hechizo- ella hasta hoy no se ha atrevido a inquirir más y ha dejado trabajar a Cupido que últimamente la tenía muy olvidada. Sí, decididamente, bebe los vientos por el hombre que con un gesto medido y la voz modulada pide la cuenta.
Hagamos ahora un fundido; nos serviría también un encadenado vertiginoso. El oscuro interior de un bar de copas va tragándose, progresiva o agolpadamente, la luz cálida del restaurante. Él va por su tercer bourbon y ella –no debería hacerlo; empieza a encontrarse demasiado eufórica y desinhibida y eso la asusta- apura –acaba de regresar del baño- su segundo Cacique. El volumen de la música resulta atronador.Vamos con los actores hasta la pista. Rozan los dos los cuarenta y han perdido la habilidad de abrirse paso a codazos. La cámara les sigue con gran dificultad y nos muestra en consecuencia rostros distorsionados; choca con un hombro, se sonroja frente a un escote, nos deslumbra con un halógeno...
Ella se encuentra sofocada pero hace lo imposible por seguir con los pies el ritmo del ballenato con que nos obsequia el disc jockey. Hace un calor intenso y a la inicial euforia le sigue una suerte de dulce mareo.
La siguiente escena se rueda en plano americano: los dos caminan –sería muy significativa su horizontalidad- por un puente. La mujer se siente ganada por un cansancio infinito que no la permite ya mantener su verticalidad. Él la ha cogido en brazos y ahora –en ese plano general- va apareciendo un coche que acaba de detenerse junto a ellos . Resulta significativo para el espectador ese silencio que da toda la tensión a la escena: la mujer –recibimos la imagen a través del retrovisor- desmadejada, dormida en el asiento trasero. Él ha tenido el detalle -el Nissan se pierde ya entre calles- de cubrirla con la chaqueta. Ha puesto en la acción un mimo que ha emocionado al chófer.
La mañana se hace un hueco entre las juntas de la persiana. Ella ha abierto ya los ojos. Se puede ver ahora en el picado. Por su tranquilidad, por el movimiento certero que hace en este instante hacia el despertador, encontrándolo, deducimos que estamos en su apartamento, en su habitación. Sólo nos llega el murmullo de las sábanas cuando ella desplaza el otro brazo, segura de toparse con el hombre del que tiene un recuerdo borroso –sus manos desabotonándole la blusa, sitiándole el ombligo...
Repara por fin en la sonda que le trepa por la muñeca. Nota la boca extrañamente pastosa y –por ese movimiento- la presión de un apósito sobre el costado, justo a la altura de los riñones.
Llora, impotente, incapaz de moverse y levanta la vista: el contrapicado muestra, inmensa, una botella de suero: No te bastó con el corazón...
Volvemos a la galería. Todo sugiere que ya han pasado varios días. Llueve desconsoladamente y su imagen se pierde en un plano general del edificio, borrada, confundida con el agua.
Salimos al exterior. Atardece y la toma nos muestra un gran plano general de la ciudad, la cordillera dentada de sus edificios. Sus diminutos habitantes ocultan seguramente miles de historias tanto o más convencionales. Comienzan a aparecer los primeros títulos de crédito y suena la voz de Carlos Cano.

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