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Relatos de Aster Navas

Friday, September 02, 2005

Crescendo

Ray Boretti nació en Nueva Orleáns el veinte de Agosto de 1901. Su madre, una irlandesa de ojos almendrados, lo alumbró camino del hospital en el asiento trasero de un Chevrolet y desapareció.
El niño creció al lado del padre, un agente de tráfico que acunaba a la criatura recitándole el Código de Circulación.
El muchacho, influido sin duda por ese progenitor uniformado y severo, había tenido, hasta esa aciaga tarde en que miccionó contra los muros del Liceo Irving, una conducta irreprochable. Debe decirse en su descargo que Boretti había buscado sin éxito un baño en el que desaguar más civilizadamente y que en el centro educativo nadie se llamó a escándalo pues eran fechas no lectivas y los alumnos se encontraban de vacaciones.
Nuestro protagonista orinó pues como un chiquillo contra aquellas ilustres paredes, se subió azorado los pantalones y abandonó a toda prisa el lugar del crimen. Durante aquel par de minutos había vivido una sensación tan desconocida como estimulante.
Fue así como comenzó a distraer una nuez, una manzana, un kiwi en el mercado de abastos. Aquellos segundos que duraba el hurto su corazón latía con un ritmo inusitado y sólo cuando la fruta se deslizaba en uno de sus bolsillos su respiración se serenaba. Curiosamente, la posibilidad de ser sorprendido y recriminado, lejos de amilanarlo, lo enervaba.
Pronto sus manos alcanzaron tal virtuosismo que sustraía billeteras y monederos como un depurado carterista. Abandonaba aquellos botines sin quedarse un céntimo como el pescador que devuelve su presa al río pues la satisfacción de haberla capturado limpiamente le parece ya suficiente premio.
Al de unos meses los robos no le saciaron; fue en Chicago –golpeó a un desconocido en la veinticinco con Kingsley hasta que le sangraron las manos- donde descubrió el irrenunciable elixir de la violencia: el tiempo lo convertiría en un sicario de la mafia y sus lugartenientes lo creyeron capaz de cualquier cosa.Aquel último trabajo se torció. Había practicado con el rifle de mira telescópica durante meses y había estudiado el escenario del crimen –Auditorio Benbow, treinta y dos escaleras, una limusina azul- a conciencia.
Lo cierto es que aquel jodido senador demócrata salió con vida y él huyo aparatosamente. Por el retrovisor del Chevrolet vio a lo lejos las sirenas de la policía y detuvo el coche, impotente, junto al semáforo en rojo.

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