Mide tus palabras

Relatos de Aster Navas

Thursday, June 30, 2005

Cállate

Toribio Herrero Mesperuza no dijo ni esta boca es mía. La vida le había convencido de que no tenía razón; de que lo que le rondaba por la cabeza, como siempre, era una solemne tontería. Ya desde niño sus padres –“este hijo tiene ideas de bombero”- se lo dejaron claro. Los profes –“¿Herrero, se ha fumado usted un canuto?”- se mofaban en el instituto de sus comentarios de texto. En la oficina – “y usted a lo suyo, Don Toribio”- nunca le dejaron opinar. Los amigos –“¡no digas chorradas, Tori!”- también contribuyeron. Tuvo suerte y casó con una mujer de temperamento que ni escuchaba –“¿tú qué coño sabrás, cariño…?”- sus descabelladas sugerencias.
Por eso mientras cerraban su ataúd suspiró y guardó un inteligente silencio. No, no podía –volvió a mover la mano derecha y entreabrió los ojos- estar vivo. ¿Iba a saber él más que el médico?

Friday, June 24, 2005

Cuerpos

(Rey y Reina asomados al balcón del Palacio. Por el jardín pasean sus cortesanos)

REY. (Inesperadamente confidencial; empujado por el orgullo o, tal vez, por la conciencia) ¿Veis, señora mía, a la Condesa de Perelada?
REINA. (Fijando la vista en una dama joven y exuberante que asoma ahora entre los arrayanes) Sí, mi señor, la veo.
REY. Pues sabed (pausa) que ese cuerpo fue mío.

(La brisa trae la certeza de la noche)
REY. ¿Veis, amada esposa, a la Duquesa de Carcagente?
REINA. (Entrecierra los ojos y los detiene sobre una mujer madura que agita exageradamente un abanico) La veo, mi señor; la veo.
REY. (Se humedece los labios con regodeo como quien recuerda el dulce sabor de una granada) Pues hora es que sepáis, mi bien, que ese cuerpo fue mío.

(Crece el silencio y resulta atronador el murmullo de las fuentes)
REY. ¿Veis, amor mío, (señala maleducado con el dedo) a la marquesa de Villablino?.
REINA. (Reparando en una mujer espigada de caderas vertiginosas) La veo, mi señor, la veo.
REY. Pues ese cuerpo de bandera, señora, fue mío.

(La luna se intuye en el cielo)
REINA. ¿Veis, mi señor, el retén de alabarderos que nos protegen del populacho?
REY. (Fijándose en cada uno de los apuestos soldados que custodian almenas y garitas). Los veo, señora, los veo.
REINA. Hora es que sepáis, mi dueño, que ese cuerpo de guardia fue mío.

(El color del crepúsculo se confunde ahora con el de las doradas alcatifas. La Reina bosteza)

Ron

(El genio brotó inesperadamente de la botella de Ron Pampero que el sorprendido mortal tenía aún cogida por el gollete)

GENIO. Pedidme, oh amo, lo que queráis pues os será concedido ( sumiso; apenas levantó la vista del suelo)
CONTRABANDISTA. ¿Cualquier cosa? (preguntó, procurando ganar tiempo y lucidez).
GENIO. Cualquiera. Sabed, eso sí, que ese mismo deseo se concederá por duplicado –confío en vuestra generosidad y misericordia- a vuestro mayor enemigo.

(Se han contado muchas historias pero así fue como el jodido aduanero se quedó inexplicablemente ciego).

Alonso Beraza, El Tuerto.

Thursday, June 16, 2005

Cojos

El primero en empezar a cojear fue Mariano, el boticario. Era la suya una cojera elegante, aristocrática; la sorteaba con un bastón de cerezo que le daba un aire venerable.
Don Bruno, el párroco, tampoco tardó en renquear. Arrastraba la pierna derecha. Al principio discretamente, luego con una aparatosidad que inspiraba lástima.
Macario, el alcalde, comenzó poco después a caminar como si reclamara un taxi: una suerte de salto estentóreo que nos arrancaba una sonrisa.
De todas las cojeras era, sin embargo, la de Don Melchor, el maestro, la más vistosa pues apoyaba el pie izquierdo como si temiera quebrar un delicado cristal de Murano. Sus alumnos no tardaron en emularle. Al principio, en broma; luego con una aplicación encomiable.
A Farrucho, el barbero, se le acabó desmandando el pie derecho; a Claudio lo traía a mal traer el menisco.

Hoy, por fin, yo también he empezado a cojear. Es una cojera tímida pero evidente. Menos mal; a punto estaba ya de marcharme del pueblo.

Grafitti

Si las editoriales, amor, no despacharan todas mis obras con esas cartas asépticas y mis relatos conformaran un humilde libro jamás hubieras llegado hasta mi cama.
Con cuarenta y dos años -entiéndelo- no podía seguir garabateando las puertas de los baños públicos, los cristales de las marquesinas, las paredes del suburbano.
A Dios gracias de mi rotulador sólo salían relatos menguantes, microrrelatos que despachaba con unas cuantas líneas de escritura nerviosa y precipitada como una vomitona.
Acababa -aquello no era vida- con el corazón desbocado; dormí alguna noche -deterioro de mobiliario urbano- en comisaría.

Por eso ahora -no quiero engañarte- me acerco cada tarde al primer tipo que veo, como tú, hojeando un libro. Intimo con él y le invito a subir a mi casa.

Al que acepta le voy enseñando mi cuerpo tatuado: el relato, amor, empieza aquí mismo; junto al ombligo.

Ponte a la cola

Desde niño me fascinaron las colas. Recuerdo que en la escuela, Don Evaristo nos hacía formar antes de subir a las aulas. De cuando en cuando me asalta la nitidez de aquel recuerdo: el desangelado patio, el tono casi marcial del maestro, las filas cerradas y perfectas, mi primer pantalón largo, los zapatos charoleados.
He hecho auténticos amigos en las colas: avanzan con una lentitud exasperante e invitan a la conversación y a la confidencia. Haciendo, en fin, cola en el cine conocí a mi esposa; una pelirroja de pies zambos y ojos almendrados que suspiraba por Errol Flynn. Años después me abandonó por un tipo que encontró en la cola de un autoservicio. Antes -contémoslo todo- yo le había sido infiel con una viuda que me tropecé en la cola del registro Civil.
El fin de semana que me corresponde llevo a mi hijo al Parque de Atracciones; hacemos cola disciplinadamente hasta alcanzar -nos da tiempo a hablar de tantas cosas...- la noria o la montaña rusa.
Me fascinan -ya ven- las colas: es tan intrigante saber quién es la morena que tienes por delante; quién, en cuestión de segundos se te pondrá detrás; indagar para qué puñetas vamos a esperar así, pacientemente, en fila de a uno, civilizada y ordenadamente; cómo reaccionará la gente si intentas colarte... Al llegar mi turno y para no levantar sospecha me matriculo sin mucho convencimiento en italiano, me subo a un escandaloso tren turístico, compro una entrada para un concierto de Azúcar Moreno o doy la señal para un apartamento en Torrevieja.
Hoy, por cambiar, he intentado colarme en esta fila interminable. Nadie, curiosamente, se ha indignado; han tolerado mi escaramuza con una sonrisa condescendiente, casi agradecida.
Sólo -hay tan buena gente- podía ser la cola del Infierno.

Friday, June 10, 2005

Mano de santo

El año de gracia de 1563, Clemente IX tuvo a bien promover a la condición de santo al piadoso hermano carmelita Fray Juventino de la Cruz.
La prelatura –siempre tan prudente en estos menesteres- no se conformó con su brazo incorrupto y exigió al menos dos milagros para elevarlo definitivamente a los altares. Muchos fueron los hechos que se recogieron finalmente en el Appendix Probi vaticano sobre el virtuoso fraile; de todos aquellos prodigios acaso sea el referido por Francisco Olmedillo Argote, mayor de edad y cristiano viejo, el que más a las claras muestre que el brazo de Juventino fue en vida una afinada herramienta del Altísimo.

Cuenta a la postre Don Francisco que la fortuna quiso que ya con trece años fuese huérfano de solemnidad, que no tuviese otro techo que el cielo raso de Castilla ni otra cosa que llevarse a la boca que lo que buenamente consiguiera limosneando o distrayéndolo en ferias y mercados.
Que una tarde acertó a pasar junto al convento de los Padres Carmelitas de Zafra y que su estómago más que su sesera le hizo saber que aquellos muros custodiaban, amén de una iglesia de cruz latina, un hermoso y surtido huerto con sus tomateras, con sus patatas, con sus higos y con sus cebolletas.
Que empujado por la necesidad allanó aquel jardín en llegando la noche.
Que mientras daba cuenta de un dulcísimo melón oyó pasos en el claustro y que se ocultó encaramándose a una frondosa higuera.
Que el padre Juventino, guiado sin duda por la inspiración divina se dirigió sin vacilaciones a los pies del árbol y que tanteó en la penumbra con tan buen tino que asió al mozalbete de sus partes pudendas.
Que siendo preguntado por su identidad y para su asombro acertó a contestar que se llamaba Paco y que lo repitió al ver que el santo no cejaba en su empeño de arrancarle sus atributos.
Que el clérigo, lejos de liberarlas, se aferró a sus vergüenzas con una fuerza homérica mientras le conminaba a aclarar qué puñetero (sic) Paco era.

Que sacando fuerzas de flaqueza contestóle que El Mudo, Paco El Mudo.

Tuesday, June 07, 2005

Picnic

(La pareja está plácidamente sentada en una inmensa pradera)

ELLA. (Deshojando una margarita) Me quieres; no me quieres; me quieres; no me quieres; me quieres; no me quieres; me quieres; ¡no me quieres! ¿Lo ves, Mariano? No me quieres... (la joven lanza ahora una mirada implacable sobre el muchacho que se levanta azorado en busca de otra flor –la vigésimo sexta- que desmienta a sus compañeras)

ÉL. Prueba, cariño, con ésta (Parece –sonríe tan forzadamente- un poco harto de aquel juego. Sí; comienza a odiar a esa jodida niñata a la que hasta hace diez minutos amaba con locura)

Thursday, June 02, 2005

Clip

Un buen día eché de menos la grapadora. La busqué inútilmente –tuve que conformarme con un clip- por toda la casa con el taco de folios entre los dedos.
Desde entonces cada jornada echo en falta un objeto. El lunes desaparecía el gel; el martes no encontraba el sacacorchos; el miércoles se volatilizaban unos calcetines; el jueves un frasco de rimmel...
Mi vida parecía desembarazarse disimulada y paulatinamente de sus trastos comenzando por los más minúsculos e irrelevantes. Poco a poco aquel tímido poltergeist se atrevió con una lámpara de pie, con la alfombra del salón y con el frigorífico. El voluminoso tresillo se evaporó el miércoles pasado y este sábado –amanecí sobre el frío suelo de baldosa- me quedé sin cama.
Temo el día en que al desaparecer –llevo meses sin puertas- grifos y bombillas el piso se vuelva del todo inhabitable.

Estoy –créanme- tan angustiado que sólo a media tarde he echado de menos el dedo meñique de mi mano izquierda.